Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el
vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que
soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural;
hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres
para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite;
la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran
martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante,
diríase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las
mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como
todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él,
Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían
en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace
muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron
sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola
palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.
II
El la encontró un día llorando, y la preguntó:
—¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y
volvió a llorar.
Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó
el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la
corriente del río y tornó a decirle:
¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas
sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los
montes vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa
azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto
silencio.
María exclamó: —No me preguntes por qué lloro, no me lo
preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay
deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más
que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin
que ose formularlas el labio, fenómenos incomprensibles de nuestra
naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo
ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso
te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente
y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su
amante con voz sorda y entrecortada:
—Tú lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no
importa; te lo diré, puesto que lo deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, su
imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro,
resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano
temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y
en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando
maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No
sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo
mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces,
no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo,
llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto
era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos
en que descansa su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a
rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo
punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus
diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban
alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como
una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan
con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo; vine a
casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté
para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel
pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo
creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo
una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y
pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y
ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me
miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme,
mostrándome la joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas
arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es
tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más
ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo
tan fantástico, tan fascinador..., nunca, nunca. Desperté; pero con
la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo
ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo
Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te
hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su
espada, levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo
con voz sorda:
—¿Qué Virgen tiene esa presea?
—La del Sagrario murmuró María.
—¡La del Sagrario! —repitió el joven con acento de terror—.
¡La del Sagrario de la Catedral!...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada de una idea.
—¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? —prosiguió con
acento enérgico y apasionado—. ¿Por qué no la tiene el arzobispo
en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se
la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación.
Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo..., yo,
que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
—¡Nunca! —murmuró María con voz casi imperceptible—.
¡Nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la
corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos,
quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se
asienta la ciudad imperial.
III
¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas
palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda
colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que
le ha prestado, el genio, toda una creación de seres imaginarios y
reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se
mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de
colores de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del
santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra
religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus
parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno
monumento del entusiasmo y de la fe de nuestros mayores, sobre el que
los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias; de su
inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del
misticismo y un santo honor que defiende sus umbrales contra los
pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La
consunción material se alivia respirando el aire puro de las
montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros
ojos a cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y
sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días
en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus
tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras,
y sus pilares, de tapices.
Entonces cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil
lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y
las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la
torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta
las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se
comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en él,
y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su
omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir
se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica
octava de la Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de
fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya
se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las
colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para
cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y
pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un
instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que
vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero.
Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus
facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara,
al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla había
erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba
allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En
su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que
corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su
pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un
silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían
como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos
del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que
oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad
era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo,
sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se
arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja
y siguió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta
capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra,
con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día
por el santuario, a cuya sombra descansan por toda una eternidad.
¡Adelante!, murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía
que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y
sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo
formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba
en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas,
que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre
las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los
sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con
sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante!, volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se
acercó al ara; y trepando por ella, subió hasta el escabel de la
imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y
horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aún que
la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por
una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena
en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara
un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño,
más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió
la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca, la
ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo, la ajorca de
oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían
con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero
para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de
ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de
las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y
los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas,
se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores
temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se
escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas
que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de
sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con
sus ojos sin pupila.
Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes,
cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el
altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos
sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto
otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que,
arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados
en los doseles, suspendidos en las bóvedas ululaba, como los gusanos
de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de
granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia
espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un
segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó
desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron
al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al
verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:—
—¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.