Imagen del Banco de Imágenes y Sonidos INTEF (Luana Fischer Ferreira) |
Fue un día de otoño. Llovía a mares. Hacía frío. No se podía ver claramente, no se disfrutaba de la maravillosa vista de mi ventaña que todos las mañanas comtemplaba. Era unos de esos días que solo despiertan en ti una gran melancolía y anhelo de algo inexplicable, pero eso pronto iba a cambiar, pronto dejaría de sentir nada.
Me levanté, exhausta y fatigada, incluso tras haber dormido plácidamente la noche anterior, aunque eso demasiado ya quedaba lejos para mí.
Me vestí, con un vestido rojo ostentoso, que aunque no me gustaba, mi tía, quien me lo regaló, iba a venir a visitarme y a ella le complacía vermelo puesto.
Me salté el desayuno, no recuerdo haber tenido apetito alguno en ese momento.
Cuando la impaciencia y el aburrimiento finalmente se habian apoderado de mí, salí a la calle. Cogí, inconscientemente, un paraguas a juego con mi vestido, y me fui.
Miraba al suelo, para evitar charcos y una caída al suelo frío y mojado.
Iba distraída, sin pensar en lo que me rodeaba, y para cuando quise darme cuenta, aquel coche blanco ya se precipitaba hacia mí sin remedio.
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